Dormido VII: EL TÚNEL DE LOS HORRORES




Avanzó ligero sobre las aguas, remando suavemente y avanzando sin esfuerzo hasta alcanzar la isla. Dejó la embarcación encallada en la fina arena dorada de una playa y comenzó a andar por el bosque. "Sigue tu instinto", le había indicado la voz; y a él su instinto le llamaba a adentrarse más y más en la espesura, como si en el centro de aquella isla residiera el secreto sobre su futuro. Esperaba encontrar un lugar que fuera digno de guardar tan importante mensaje: quizá un gran templo; tal vez una ventana o una gran puerta. Cavilaba todo aquello mientras avanzaba rápido entre la maleza, con fuerzas renovadas, como si el oxígeno de aquel lugar fuera un estimulante capaz de alimentar doblemente sus músculos. Así de bien se sintió hasta que entre los árboles vislumbró la entrada a un oscuro túnel hacia el que le empujaba una fuerza incontenible que parecía emanarle de las tripas, como si el mismo estómago fuera una brújula que apuntara con vehemencia hacia aquel agujero en la roca. Dio el primer paso y dejó atrás la luz del exterior; al otro lado se encontraba la inmensidad incierta de las tinieblas, donde el aire estaba viciado y traía un húmedo hedor a cloaca. Luego de caminar largo rato, Máximo se detuvo, dubitativo, y cuestionó a las alturas. 

—¿Es aquí? —preguntó el hombre. 
—¿Qué te dice el corazón? —dijo la voz. 

Su corazón le arrastraba hacia aquel submundo oscuro y tenebroso. Incluso a sabiendas de que lo que allí encontraría no sería bueno, ni agradable; aunque tal vez sí sería revelador. Optar por adentrarse allí era, sin duda, la peor de las opciones, pero aquello no le arredró, conque decidido comenzó a caminar con energía y pisó uno, dos, tres, y hasta cuatro grandes charcos enfangados que le obligaron a continuar con los zapatos cubiertos de barro. Un barro que se secaba rápido, mucho más rápido de lo que hubiera sido normal, y que pesaba más y más, como si de hormigón se tratara. Agotado por la caminata y el peso sobre sus pies, y acongojado por la sensación de hallarse solo en medio de la oscuridad, se dio por vencido y cayó de rodillas. Había sabido resistir hasta aquel mismo momento; pero ya no haría nada más. Despertaría como quien despierta de una pesadilla, pensó. Y entonces un brillo intenso se vislumbró túnel adentro. Un brillo que se hacía más intenso y grande a cada segundo, hasta que pudo ver lo que era. 

Una burbuja inmensa, como una pompa de jabón pero tan consistente como el vidrio, se acercaba a él y mostraba en su interior una sucesión de imágenes del pequeño Máximo. La extraña burbuja contenía un recuerdo de infancia. Aquel en que la profesora de Primaria le obligaba a explotar un globo en medio de la clase, como al resto de sus compañeros. A él nunca le habían gustado los sonidos fuertes, como las sirenas, los fuegos artificiales, los petardos o, claramente, los globos que explotan al romperse. Una vez contempló aquellas imágenes, la burbuja se perdió en algún lugar túnel adentro, pero aparecieron otras, todas con imágenes en su interior y todas, también, pertenecientes a su pasado más temido. Como aquella que reavivó el miedo que le tenía a la profesora de cuarto curso cuando le tiraba de las orejas, y el dolor punzante que ello le producía; o la congoja que le invadía cuando aquel compañero le pegaba cada recreo por mera diversión. La forma en que le atemorizaban las iglesias y las imágenes grotescas de muerte, sangre y torturas que allí se representaban; o el desasosiego que le producía fallarle a su padre cuando suspendía una asignatura. Contemplaba todo aquello con el cuerpo inmóvil, casi petrificado, de rodillas, cual si fuera una estatua, y las imágenes continuaron sucediéndose. Máximo fue ganando edad, llegó la adolescencia, y sobre nuevas burbujas se representaron los temores propios de aquel tiempo, como la angustia que sentía cada vez que tenía que hablar en público; o la ansiedad que le despertaba pensar en el futuro y en si sería capaz de cumplir sus sueños. 

—¿Cómo te sientes, Máximo? —reapareció la voz, resonante en la cavidad, después de largo rato ausente. Máximo tardó en desconectar de todos aquellos recuerdos que las burbujas habían agitado en su cabeza. 
—Es mi pasado. Es... es desagradable. 
—Eso parece...

El agujero negro no cesó de escupir nuevas burbujas que trajeron imágenes más cercanas en el tiempo. La subida de la mensualidad de la hipoteca y los apuros económicos; o las discusiones recurrentes con Clara. Los cuestionamientos sobre los sueños —aquellos que se diseñaron en la adolescencia—, y cómo la esperanza de cumplirlos se iba desvaneciendo sigilosamente a medida que pasaba el tiempo; o la posibilidad —cada vez más cercana— de que llegue el día en que la salud comience a fallarles a los padres. 

—¿No te das cuenta Máximo? 
—Sí. Me estás mostrando mis propios miedos. Son mis temores más profundos. ¿Para qué? —respondió el hombre con voz temblorosa, pues el corazón le galopaba en el pecho por un acceso de ansiedad.
—¿Qué haces ahí arrodillado Máximo?
—¿Cómo que qué hago?
—¿Aguardarás ahí escondido a que todos tus miedos te arrollen?

Entonces el hombre supo lo que la voz quería decir y se puso en pie. Lo hizo sacando del cuerpo unas fuerzas que no tenía, con la misma paciencia de la que había hecho gala durante toda aquella experiencia onírica, fantástica, religiosa, o lo que demonios fuera. Un esfuerzo más, pensó, un último esfuerzo; y al erguirse se sintió aliviado, su corazón se ralentizó y por alguna razón experimentó un cosquilleo de bienestar recorriéndole la espalda. 

Muchas mas burbujas aparecieron, algunas realmente desagradables, impactantes, oscuras y tristes. Resucitando detalles de  episodios lamentables de su memoria que ya se habían olvidado, y que lograban resucitar sensaciones desasosegantes vividas en el pasado. Pese a todo, el bienestar iba ganando la batalla a la ansiedad, sobre todo a medida que el hombre se mantenía erguido, con la mirada fija al frente, enfrentando la sucesión de horrores revividos que el agujero negro le mostraba sin tregua. Era, de algún modo, como si aquello fuera una batalla de la que estaba saliendo victorioso. Así aguantó, estoico, rodeado de decenas de burbujas flotantes, cada una con un recuerdo atroz, hasta que de pronto todas estallaron, iluminando el lugar con una sucesión de bellos destellos que colmaron de luz el espacio. Máximo supo entonces que había pasado una prueba importante porque sentía que algo había cambiado en su corazón. Porque en las mismas tripas donde nacía la ansiedad, notaba ahora un cosquilleo que le recorría todo el cuerpo, que le ponía el vello de punta y que le insuflaba unas ganas imparables de vivir y de ser feliz. 

—¡Lo logré! —dijo el hombre, convencido. 
—¿Tan fuerte lo has sentido? —le siguió la voz. 
—¿Qué me has hecho?
—Nada, has sido tú solo. 
—He vencido mis miedos. 
—Tal vez toda esa oscuridad te había nublado el corazón, ¿no crees?
—¿Oscuridad?

La luz de las burbujas desintegradas, resplandeciente en cientos de pequeños cristales que se precipitaban lentamente, como si fueran motas de polvo, continuaba iluminando el agujero en la montaña, que ahora parecía una gran sala de ladrillo, como  si antaño hubiera servido de bodega. 

—Piensa en el viaje que has experimentado en este lugar. Recuerda todas las reflexiones que has hecho. Empieza desde el principio... —le invitó la voz.
—Aparecí en un bosque, iluminado por un sol cegador. 
—Sí, y comprendiste que aquellos pájaros, aunque fueran de madera, podían seguir cantando porque, si tú querías, nunca volverían a hacerte daño. Todas aquellas personas a las que simbolizaban ya no te iban a herir más, porque ahora entendías mejor la relación que debías tener con ellas y lo que podías esperar de cada una. 
—Luego vino la charca, mi zona de confort —recordó el hombre. 
—Exacto, el lugar donde te sientes seguro, donde crees que nadie puede atacarte y del que nunca querías salir. Y lograste trascender y abandonarlo.... 
—Pero no me dejaste intentarlo cuando quise lanzarme por un acantilado para llegar a esta isla— replicó Máximo. 
—Porque aquí, como en la vida, no se trata de ser valientes sin juicio, sino de ser inteligentes. La valentía de la que yo te hablo, la que has experimentado aquí, va mucho más allá de esa gallardía superficial y circense que de la que me hablas y de la que muchos temerarios hacen gala. La verdadera es la que va por dentro, la que te permite gestionar las emociones y superar estas burbujas oscuras. 

Máximo miró en rededor, respiró hondo y sonrió. Repasar aquel viaje le estaba reconfortando de una manera que nunca hubiera imaginado. Luego prosiguió. 

—Me negué a vender mis principios —pronunció, orgulloso de sí. 
—Y reconociste el valor de la familia. Eres afortunado, Máximo. Tienes muchas razones por las que ser feliz. Muchas razones por las que te merece la pena vivir y conseguir lo que quieres. 

Entonces el hombre reaccionó como si un rayo le hubiera cruzado el cerebro. Dio un respingo y miró a las alturas. 

—¿Y mi futuro? Entré aquí buscando mi futuro... 
— Y lo has encontrado, ¿no te das cuenta?
—No. 

La voz inspiró, tanto que parecía estar llenando unos pulmones tan grandes como la misma montaña que estaba sobre ellos. 

—Te has desprendido de tus miedos Máximo. Ellos te mantenían apresado, encerrado en una cárcel invisible. La cárcel del temor. Ahora eres libre. Ahora, amigo, eres capaz de ser lo que quieras. ¿Qué quieres hacer con tu vida?

Máximo miró al vacío, pensativo, reflexionando sobre lo que acababa de decirle la voz. Luego miró arriba, sonriente. 

—Tal vez le diré a Clara que la quiero. Debería irme a vivir con ella –sonrió de nuevo, varias veces. Incluso se le escapó una carcajada de júbilo—. Luego venderé la casa. Estoy harto de esa casa, y me compraré un apartamento, un ático en pleno centro de la ciudad, el que vi hace un año y que aún sigue en venta. 
—¿Por qué no lo compraste entonces?
—Porque pensé que sería demasiado arriesgado. Pero luego he pensado varias veces que podría habérmelo permitido. Pequé de cauteloso. Y a veces no se puede...

Máximo volvió a sonreír porque en aquel preciso instante se escuchó hablando con un talante optimista con el que no recordaba haberse escuchado en décadas, quizá desde que era un adolescente. Arriba, en las alturas, se escuchó una risa leve. La voz se congratulaba del bienestar alcanzado por el hombre. 

—¿Y qué más, amigo? —insistió el ente invisible. 
—Dejaré el trabajo y aceptaré el puesto que me ofrecieron el mes pasado. 
—¿Por qué no lo hiciste el mes pasado?

Máximo miró al suelo un segundo, sonriente, negando con la cabeza, como si ahora lo viera todo más claro. 

—Porque no quería salir de mi... "zona de confort" —ilustró simulando unas comillas de textualidad con los dedos de las manos. 
—Ahmmmm —añadió la voz— pues desaparecidos los miedos y zanjadas las dudas, parece que ahora tu futuro está más claro, ¿si?

Sí que le parecía, porque el hombre no respondió, y tras sentir su valor alimentado con una determinación imparable, levantó los pies y pisó fuerte contra el suelo hasta que los bloques de barro que atrapaban sus pies quebraron y se desprendieron en varios pedazos, liberándole el paso y devolviéndole la agilidad en la pisada; aunque al fondo no había luz, ni rastro de la salida. 

—Llegados a este punto, Máximo, te pido que despiertes. 
—¿Que despierte?
—Sí, hazlo. 
—¿Crees que si hubiera podido hacerlo no lo habría hecho ya?

Pero antes de que terminara esa frase sintió un sobresalto, como un vértigo súbito, el mismo que sentimos cuando caemos por un abismo en un sueño, y entonces se dio cuenta de que iba a despertar. 
 

***

—Buenos días, de nuevo —pronunció la voz. La misma voz que le haba acompañado durante todo el viaje, pero que ahora sonaba más cercana, más humana. 

Máximo despertó y se halló tumbado en un diván. Un diván que se encontraba en el interior de una habitación amplia, rodeada de una gran biblioteca iluminada por un chorro de luz natural que se filtraba por una gran cristalera y que hacía resplandecer las motas de polvo. Un hombre de edad avanzada, con densa barba blanca y miraba amable, le contemplaba desde un sofá continuo mientras movía con gracia un lapicero rojo con la mano. 

—¿Has sido tú? todo este tiempo —cayó en la cuenta Máximo, y comprendió que se encontraba en el diván de Rodrigo, su psicoterapeuta. Recordó la conversación que había mantenido con él la última vez que estuvo lúcido— ¿Ha funcionado?
—Parece que sí —respondió Rodrigo, sonriente y orgulloso. 
—¡Ja! —celebró el paciente. 

Hacía meses que Máximo había acudido a su consulta angustiado por una ansiedad que le devoraba sin remedio. Que comenzaba a limitarle en las rutinas más básicas de su vida. Probaron la terapia y no surtió efecto; apoyaron el trabajo con fármacos, y tampoco fue suficiente. ¿Qué tal la hipnosis? sugirió un día el especialista, y Máximo aceptó. Ahora ambos se observaban sonrientes y cómplices, orgullosos del resultado. El uno por saberse buen médico, y el otro porque estaba seguro de que de ahora en adelante enfrentaría la vida de otra manera, mucho más sana, alegre y animosa. 

—La hipnosis, ¿quién me lo iba a decir? —añadió Máximo. 
—No confiabas en ella —le recordó el otro. 
—No, para nada —confesó mientras negaba con la cabeza. 

Hubo otros tantos segundos de silencio. Luego el especialista le advirtió...

—Si vuelves a sentir miedo, angustia... Si la oscuridad vuelve a visitarte, vuelve aquí. 

Máximo exageró un largo parpadeo de ojos, en la manera en que solía aclarar que estaba de acuerdo, luego prosiguió. 

—Este viaje que me has mostrado... hay mucha gente a la que le vendría muy bien. 
—Puede ser —dijo el otro. 
—A mi hija, sin ir más lejos. 

El experto se reubicó en el sofá y entornó los párpados, con una curiosidad renovada. 

—¿Qué le pasa exactamente?
—Pues que tiene pesadillas todas las noches. Se despierta sudorosa, la pobre. Sufre de verdad. Y creo que esos episodios están teniendo reflejo en su día a día. ¿Podría ayudarle una consulta?

El especialista asintió con la cabeza. 

—Tráela sin problemas. Puede que sirva... 

Efectivamente pudo ayudarla; y su problema no era una cuestión baladí, pero esa historia, querido lector, será contada en otra ocasión. 

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