PAPÁ


La había adoptado con tres meses, cuando era poco más que una bola de pelo. Casi parecía que se la pudiera llevar el viento. Era uno de esos cachorros que nadie quiere. Había muchos de su raza en los pueblos, donde se criaban para alejar a los lobos del ganado; y en la ciudad resultaban demasiado grandes para los pisos. Pero nada de aquello era problema para Andrés, que vivía entre esos dos mundos. Se la quedó y le llamo TINA.   

La hembra joven acostumbraba a mirar fijamente a su dueño, sin inmutarse. 

—Está enamorada de ti —bromeaban alrededor—.

Andrés se limitaba a dibujar una sonrisa de medio lado. A nadie le importaba el porqué, pero hubo una primera vez, el día de su cumpleaños, un domingo de mucho comer, mucho beber y mucho reír. Andrés había reunido a un enjambre de amigos en la casa del monte. Veinte o más que al final de la tarde fueron abandonando a cuentagotas. Al caer el sol, quedaron solos el dueño y la perra. Andrés encendió un cigarrillo de la risa en el porche, a la espera de que desapareciera el efecto del alcohol, y ella dormitó acurrucada a sus pies. Entonces sucedió. En medio de aquel silencio, la perra levantó la cabeza, le miró fijamente y le llamó papá. 

—¿Cómo? ¿Qué has dicho? —replicó él; pero Tina no lo repitió. Los dos no pestañearon durante un minuto, en silencio. 

Ahora, cada vez que le mira de aquel modo, sabe que le estaba llamando papá. Andrés nunca supo si la perra le habló de verdad o fue él quien imaginó tal majadería; pero en el fondo nunca le importó. Él era su padre y ella lo sabía.  



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