SÓLO MEDIO HELADO


Eran las cuatro de la tarde de un tórrido 28 de agosto en Santander cuando con sólo seis años, Fátima quedó hipnotizada por las coloridas montañas de helado de una conocida cafetería de la ciudad. Chocolate, vainilla, turrón, pistacho, crema tostada, jaspeado de moca, tutú frutícolas, mantecado, oreo, frutas del bosque, menta, café... Con su escaso metro de estatura aquella cordillera de sabores le quedaba justo a la altura de la vista. Tanto que observando sus texturas esponjosas, su firmeza en las formas, convertida a veces en aleatoria elegancia, casi podía saborearlos todos. Y así se imaginaba mordiendo la costra que había dejado el chocolate fundido al enfriarse sobre los cucuruchos, la mermelada de fresa sobre la nata o la miel que envolvía el sabor a queso. Todo esto pasaba en la cabeza de Fátima en décimas de segundo y todo era, al fin, un deleite meramente lúdico, porque no cabía duda alguna en su mente. Si había alguien fiel a los sabores al pedir un helado, era ella. 

—De chocolate y turrón, mamá, por favor... Por favor, quiero uno ¡de chocolate y turrón! 

Pero ella, que la llevaba de la mano, se esforzaba en ignorarla, como tantas otras veces en que desoyéndola había logrado desvanecer su deseo; pero aquella vez era diferente. Aquella vez la pequeña tenía un pretexto. 

—Mamá, ¡me has mentido! —exclamó ella, y de un violento respingo soltó su mano y detuvo el paso. La madre no llegaba a los cincuenta pero hacía tiempo que había sobrepasado los cuarenta y cinco. Bien parecida, elegante y fuerte, tenía un cuerpo esculpido por una vida de deporte. Pero no de un deporte dedicado a tallar la belleza, sino de aquel que, más natural, termina irremediablemente por aflorar la naturaleza más estética incluso de la fisonomía más desafortunada. Llegadas a ese punto no le quedó más remedio que responder a su hijita. 

—Sabes lo que te he dicho siempre, Fati, hija —respondió ella al darse media vuelta sobre la inocente reivindicativa. Hacía tiempo que a la chiquilla le habían diagnosticado diabetes y aún le costaba comprender lo que significaba. Quizá, también, porque no se lo habían explicado bien, pensando precisamente que no iba a comprender la enfermedad. —Ya te he dicho que hasta que llegue el verano no puedes comer helados...

—No mamá —resolvió la pequeña, y se sentó en el suelo con el vestido blanco en señal de protesta—. Dijiste que me comprarías helados cuando hubiera más de 25 grados y hoy hay 27. Hace mucho calor. 

No había escapatoria, pensó la madre. Recordaba perfectamente aquella promesa y no podía lanzar a su hija un mensaje de traición. 

—Está bien —aceptó mientras a un ritmo frenético imaginaba la forma de minimizar el daño que ya estaba hecho— pero lo compartiremos. 

—¿Compartir?

—Sí. Cogeremos uno de dos bolas. Una será de nata y otra de la que tu quieras. 

No era la propuesta más seductora para la pequeña, que había pasado todo un año esperando aquel momento y además detestaba la nata; pero la idea de compartirlo con su madre le retrotraía a sus primeros momentos de placer, cuando era aún más pequeña y le robaba lametadas del suyo porque aún no le permitían pedir uno entero. La madre sabía que no probaría su parte de nata y así se garantizaba que saciaría su capricho con sólo medio helado.

—Vale —aceptó la pequeña a regañadientes. Y así compartieron el cucurucho, minimizando el daño en el metabolismo de la pequeña, que pronto comprendería que a lo largo e su vida iba a tener que cuidar mucho la manera de satisfacer estos placeres. 







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