SÓLO MEDIO HELADO
—De chocolate y turrón, mamá, por favor... Por favor, quiero uno ¡de chocolate y turrón!
Pero ella, que la llevaba de la mano, se esforzaba en ignorarla, como tantas otras veces en que desoyéndola había logrado desvanecer su deseo; pero aquella vez era diferente. Aquella vez la pequeña tenía un pretexto.
—Mamá, ¡me has mentido! —exclamó ella, y de un violento respingo soltó su mano y detuvo el paso. La madre no llegaba a los cincuenta pero hacía tiempo que había sobrepasado los cuarenta y cinco. Bien parecida, elegante y fuerte, tenía un cuerpo esculpido por una vida de deporte. Pero no de un deporte dedicado a tallar la belleza, sino de aquel que, más natural, termina irremediablemente por aflorar la naturaleza más estética incluso de la fisonomía más desafortunada. Llegadas a ese punto no le quedó más remedio que responder a su hijita.
—Sabes lo que te he dicho siempre, Fati, hija —respondió ella al darse media vuelta sobre la inocente reivindicativa. Hacía tiempo que a la chiquilla le habían diagnosticado diabetes y aún le costaba comprender lo que significaba. Quizá, también, porque no se lo habían explicado bien, pensando precisamente que no iba a comprender la enfermedad. —Ya te he dicho que hasta que llegue el verano no puedes comer helados...
—No mamá —resolvió la pequeña, y se sentó en el suelo con el vestido blanco en señal de protesta—. Dijiste que me comprarías helados cuando hubiera más de 25 grados y hoy hay 27. Hace mucho calor.
No había escapatoria, pensó la madre. Recordaba perfectamente aquella promesa y no podía lanzar a su hija un mensaje de traición.
—Está bien —aceptó mientras a un ritmo frenético imaginaba la forma de minimizar el daño que ya estaba hecho— pero lo compartiremos.
—¿Compartir?
—Sí. Cogeremos uno de dos bolas. Una será de nata y otra de la que tu quieras.
No era la propuesta más seductora para la pequeña, que había pasado todo un año esperando aquel momento y además detestaba la nata; pero la idea de compartirlo con su madre le retrotraía a sus primeros momentos de placer, cuando era aún más pequeña y le robaba lametadas del suyo porque aún no le permitían pedir uno entero. La madre sabía que no probaría su parte de nata y así se garantizaba que saciaría su capricho con sólo medio helado.
—Vale —aceptó la pequeña a regañadientes. Y así compartieron el cucurucho, minimizando el daño en el metabolismo de la pequeña, que pronto comprendería que a lo largo e su vida iba a tener que cuidar mucho la manera de satisfacer estos placeres.
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