LA VENGANZA DEL CAZADOR


    El cazador despertó en medio de la cueva con los músculos ateridos porque la noche había sido gélida. Hacía horas que las llamas del fuego se habían consumido y los primeros rayos del sol que se colaban en aquel agujero en la montaña no habían llegado a tocarle. Tenía frío. Un lento escalofrío le recorrió la espalda y se encogió bajo la manta de piel de oso pese a que todavía conservaba cierto hedor a podredumbre porque hacía sólo dos escasas semanas que había terminado de secar. 

Maldijo al sol y a la luna, al día y a la noche, a la vida entera. Aún le dolía la pierna pero supo que debía levantase y continuar el camino; aunque por ganas, en ese preciso momento se habría rendido hasta dejarse morir, pues sentía que la tristeza crecía en su interior como un profundo hoyo hacia cuyo fondo se sentía atraído sin remedio. En su cabeza se mezclaban imágenes y sonidos de la muerte de su padre. Recuerdos precisos de ese trauma que había vivido hacía apenas unas horas y que se repetían en una suerte de bucle traumático. Hacia lo posible por sacudírselas del pensamiento pero era inútil. Su mente se afanaba en revivir cada detalle del accidente: el grupo de hombres armados con lanzas en torno al majestuoso diente de sable, un titán de trescientos kilos de poderosa fibra muscular y colmillos gigantescos; el primer ataque, la reacción eléctrica del coloso, el mordisco a su padre, que terminó estampado contra las rocas, donde quedó grabada la huella de sangre de su cabeza abierta; y la sonrisa de su tío. Hacía tiempo que la rivalidad de ambos por el liderazgo del clan era manifiesta; pero nunca, jamás, llegó a imaginar que la traición llegaría justo en aquel preciso momento, cuando el grupo tiene que coordinarse como una manada de lobos para abatir a la presa, enfilando sus lanzas al frente, para construir una suerte de perfección depredadora con múltiples aguijones envenenados. No fue un traspié sino una zancadilla intencionada de su tío. Su padre perdió el equilibrio en carrera y apareció el segundo de vulnerabilidad; porque la muerte no necesita segundas oportunidades, y mucho menos frente a un diente de sable. 

Las imágenes se repetían como flashes. El cuerpo inerte de su padre reposando en un lecho de intenso verdor de pradera, su sangre ya seca penetrando en todos los surcos de la roca y la sonrisa de satisfacción de su tío. ¡Miserable! El cazador todavía no sabía que aquella burla le perseguiría durante toda su vida y que sería el combustible que alimentaría su alma durante años, hasta convertirle en alguien lo suficientemente fuerte y astuto como para cobrarse su venganza. Pero aún quedaba mucho para eso. Lo más importante en ese preciso momento era el presente, y si no quería morir de inanición, de frío o víctima del ataque de un oso o de una manada de lobos, debía salir de aquel agujero, construir una lanza y caminar hasta encontrar algo que comer y algo que beber. 

Así que masticó unos pedazos de carne seca que guardaba en el zurrón y revisó la herida del brazo, que parecía cicatrizada. Ya no le dolía. La cura a base de hojas de menta mezcladas con saliva le había hecho mucho bien. Buscó un madero carbonizado de la fogata y se sentó junto a la piedra. Afiló aquel particular pincel en el suelo y luego grabó unos trazos en la pared de roca. Aprovechando los volúmenes naturales, silueteó una figura humana, robusta y esbelta. Un hombre con una lanza en alto, en señal de victoria. El hombre, en este caso, tenia una dimensión muy superior a la que debería corresponderle como hombre. Sin ser del todo consciente, el cazador alimentaba su autoestima para fijar en la roca su deseo: algún día regresaría a aquella cueva para celebrar su venganza. La revancha, pensó, comenzaba aquel preciso día. 









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