EL MECHÓN DE MAMÁ


Igual que al nacer los primates tienen el instinto de aferrarse a la rama del árbol para no caer al suelo, donde aguardan las fauces del león, Lucía había aprendido a agarrarse al mechón de su madre para huir del miedo. Fue lo primero sobre lo que se cerraron sus manitas de bebé en la primera semana de vida. Lo agarraba mientras tomaba el pecho, cuando dormía en brazos de su mamá, o el tiempo que estuvo ingresada en la Unidad de Cuidados Intensivos del hospital, cuando con solo cinco años estuvo al borde de la muerte por una hepatitis. El poder de sugestión de aquel simple gesto tenía un efecto más sedante que muchos fármacos. Los músculos se destensaban, el gesto del rostro se relajaba, el sopor le embriagaba y el torrente sanguíneo parecía casi detenerse. 

Ahora, con 35 años recién cumplidos, frente a la playa, la brisa marina juega a revolver sus mechones de la misma manera en que enredaba los de su madre. La echa tanto de menos... 

Murió con su misma edad hace ya 16 años; pero ella continúa viviendo no sólo en su recuerdo sino también en su cuerpo: en su piel tibia, la sonrisa inmortal, la eterna vitalidad de movimiento y, por suerte, también en su cabello, que duro y grueso se reúne también en graciosos mechones. Lucía juega con ellos y cada vez que lo hace recuerda aquel lugar infinito en que está junto a su madre, serena, completa y feliz. No cree en fantasías, ni en la vida después de la muerte pero le gusta soñar que algún día pueda volver a ese lugar. Luego vuelve a la realidad e imagina que tal vez, si la vida lo quiere, quizá algún día un bebé encuentre en sus mechones la misma paz. 

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