EL PELOTÓN DE FUSILAMIENTO

 


Desde que era un bebé, Aureliano había demostrado una habilidad especial para la observación. Al contrario que otros niños, él apenas lloraba; no se distraía con los estímulos absurdos que utilizan los adultos cuando tienen en frente a una personita por hacer. Él sólo los observaba. Lo hacía hasta el punto de inquietarlos, pues su mirada era tan penetrante, su atención tan fija, que parecía que los estuviera juzgando. 

Su memoria era también prodigiosa, y con el paso de los años desarrolló una habilidad casi sobrenatural para recordar cuanto le rodeaba, o todo cuanto le sucedía. En las tardes de asueto, Aureliano se sentaba en soledad en un banco de la plaza del pueblo y observaba a los viandantes durante cinco segundos, luego cerraba los ojos y trataba de recordar absolutamente todo lo que había visto. Cuántas personas había, qué vestían, lo que hacían, de qué color eran sus ojos o a qué olían. 

El día de su 18 cumpleaños Aureliano volvió a sentarse en un banco de la plaza, pero esta vez no lo hizo solo. Lo acompañó su padre, que lo había obligado a aguardar hasta la mayoría de edad para conocer la verdadera historia de su abuelo, una duda que lo había acompañado durante años. 

—Te lo contaré todo cuando seas adulto —le había repetido tantas veces como le había preguntado—. Había llegado ese momento y frente al muro sur de la iglesia comenzó el relato. 

Su padre le explicó que su abuelo había nacido en Galicia. Cuando conoció a su abuela emigró a Castilla. Luego fue maestro toda su vida y cuando estalló la guerra combatió del lado de la República para después echarse al monte. Le contó también cómo un domingo de ramos los nacionales bajaron a unos cuantos al pueblo, que los ordenaron en pelotón de fusilamiento y los masacraron frente a ese muro. 

Aureliano experimentó entonces una nueva dimensión del recuerdo. No la que proviene de la experiencia vivida sino de la imaginación. De la sugestión de creer haber visto lo imaginado. Tan fino, sensible y preciso había llegado a ser en la memorización del recuerdo que en aquel momento la memoria inventada se visualizó en su cabeza como si la hubiera vivido. 

Aureliano lloró desconsoladamente porque pudo ver a los siete hombres frente al muro. Pudo percibir su olor a sudor y a adrenalina fresca. Los vio temblar y orinarse los calzones. Contempló la mirada de su abuelo, perdida en el horizonte. Incluso vio a través de sus ojos, que vidriosos trataban de mantener la nitidez de la imagen de su abuela al otro lado de la plaza, para despedirse por última vez. Sonaron las escopetas y luego el silencio. 

El día de su 18 cumpleaños Aureliano recordó la verdadera historia de su abuelo y ya nunca, jamás, pudo borrar de su memoria cada detalle, olor o sentimiento de aquella imagen que lo acompañó durante muchos años como el peor recuerdo de su vida. 

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