SAL YA

 


Nadie imaginó en los años cuarenta del siglo XXI que las cosas humanas fueran tan insignificantes, minúsculas y frágiles. Que en su infinita suficiencia, el hombre hubiera equivocado todos los conceptos sobre la ciencia, la materia o la ética. No somos los señores del Universo. Para las inteligencias vastas que ostentan ese rango, nunca tuvimos más importancia que las transitorias criaturas que pululan y se multiplican en una gota de agua. Aquellas mentes extraordinarias, despiadadas y crueles para nosotros; pero pragmáticas en coherencia con su fin, para ellas, lograron un día desentrañar los secretos del cosmos para alcanzarnos. Desde lo lejos, más allá de las estrellas conocidas, donde no alcanza la imaginación, partieron un día en nuestra búsqueda, y nos encontraron.

No hubo presentación o amago de entendimiento. Cegados por los prejuicios, sobreestimando aquellos intelectos infinitos, atribuyéndolos una bondad pareja a su desarrollo, cientos de miles de personas, confiadas en su bienvenida, murieron en todo el mundo masacradas. Los extraterrestres fueron los grandes apóstoles de la destrucción, como lo fuimos nosotros tantas otras veces a lo largo de la Historia. 

Quienes presenciaron ejecuciones describieron imágenes de cuerpos evaporados, como si las diferentes masas corpóreas pasaran a formar parte de otros universos paralelos, todos diferentes, de forma que nunca volvieran a juntarse. 

Los que encontraron el modo de huir descendieron a las entrañas de la tierra. Refugios, búnkeres, túneles y estaciones de metro se convirtieron en hogares improvisados para los que optaron por la vida. Una existencia triste y miserable, carente de esperanza. O al menos para la mayoría; pues hubo algunos que, consumidos por las tinieblas, los lamentos y el miedo, ascendieron a la luz para probar suerte. Fue un modo de suicidio, pensaron quienes no tuvieron ese coraje. 

Pero hacía tiempo que el silencio en la superficie era sobrecogedor. Hacía días que se había vuelto a escuchar el cántico de los pájaros; los perros ladraban. ¿Qué había cambiado? ¿Dónde quedaron los aterradores susurros de los seres destructores, que deambulaban día y noche por el cielo, meciéndose en las corrientes de aire? No parecía quedar nada de ellos, o quizá durmieran, después de tanto afán por completar el holocausto. ¿Y si pudiéramos sorprenderlos en su placentera siesta? ¿Y si hubiera una forma de devolverlos el golpe?


***


Desde el agujero, a dos palmos bajo el suelo, se observaba el firmamento allá arriba, azul, cruzado por una corteza de nubes. La tozudez humana es más fuerte que el miedo. Aquí abajo ya no quedaba nada salvo desesperación, enfermedad y muerte. No había nada que perder, era momento de ascender. 


Gracias Herbert G. Wells

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