EL MEJOR AÑO DE MI VIDA



El mar se había replegado hasta descarnar la bahía y el viento estaba casi en calma, sin atisbo de aleteo en las velas, con que los marineros decidieron fondear y aguardar a que la naturaleza despertara de ese sueño. Aquel puerto era también mi destino, y tal parece que el mundo se hubiera entristecido por mi partida. 
Mi futuro estaba en tierra, junto a Noelia, pero en ese barco sabía que dejaba un año de aventuras. Doce meses en que surcaría los mares del mundo. Me dijeron que agosto es para perderse por sus habituales rincones del Pacífico. Islas vírgenes donde pasan el día surfeando, probando sabores no conocidos en ninguna otra parte y bebiendo un ron que nunca embriaga. Que las chicas allí nadan como sirenas y que su belleza parece de cuento. 
Septiembre llama a adentrarse en latitudes más altas, para encontrar la nieve; aunque eso es sólo para unos días. Y después, descendiendo hacia el oeste, se alcanzan las costas antiguas Japón, algunas todavía inmunes al nuevo mundo y donde la vida transcurre más lenta. 
Tiempo después bajan hacia Australia y allí saludan al nuevo año. Nunca sabré lo que depara aquel destino porque nadie lo cuenta. Me invitan a descubrirlo en el viaje y todos coinciden en que es su predilecto. 
Cuentan con médico a bordo, una pequeña biblioteca y un gran comedor donde las tertulias nocturnas -plagadas de confesiones, aventuras y sueños- colean hasta altas horas de la madrugada. 
Necesitan un periodista que cuente su historia, pero nadie acepta embarcarse durante 365 días en un cascarón  semejante. Y yo desciendo por la escala hacia puerto consciente de que en mi cobardía me acabo de perder el que podría haber sido el mejor año de mi vida. 















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