LLUVIA EN TUS CRISTALES (TODOS LOS DÍAS)



(DÍA 1)
Pablo y Clara habían perdido práctica. Un mes sin sexo atrofia los músculos; así que tumbados sobre la cama, agotados y aún sudorosos, recuperaban el resuello poco a poco.

-Podemos estar así todo el día... -advirtió él, y en el tono se intuyó la broma aunque en el fondo se ofrecía en serio.
-¿Y morir agotados en vez de por coronavirus? -zanjó ella-. Nadie dice cuánto va a durar esto...
-No sé, pero cuando acabe va a haber dos extremos: aluvión de divorcios y de familias numerosas.
-¿Y nosotros cómo terminaremos...?
-Pues no sé. Divorciados no, porque no estamos casados...
-Familia numerosa...
-¡Sí!

La serotonina los nublaba el pensamiento. Retozarse había servido para matar la ansiedad por el confinamiento pero hacía tiempo que habían perdido la magia. Pasados dos años ambos parecían conocer ya todos los trucos del otro. Por eso sabían que aquel horizonte de encierro decidiría por ellos; pero en ese momento no quisieron pensarlo. Allí, sobre las sábanas húmedas, sencillamente se embriagaron de una emoción que no sentían desde hacía mucho. (Sigue el día a día en Twitter @rojojosecarlos)


(DÍA 2)
-¿Tu sabes para qué quiere la gente tanto papel higiénico? -cuestionó ella.
Embelesado como estaba con la paella al fuego, Pablo tardó en responder... Había aprendido de memoria el orden de los ingredientes, que disponía ordenados sobre la encimera, como si fuera un expositor.

-Di... -insistió ella.
-Pues ni idea, ni idea... Porque el papel no se come, que yo sepa. Tampoco sirve para curar el virus, ni baja la fiebre. Igual piensan que si se ponen malos van a tener muchos mocos, o alguna cosa peor. 

El asco inundó el rostro de Clara, que se tornó luego más dulce cuando inspiró hondo el aroma de la paella, que empezaba a hacerse a fuego lento.


(DÍA 3)
-Pues te ha quedado muy, muy bien este arroz.
-No es arroz, es paella. 
-Que lo digo por picarte tonto... 

A veces a Pablo le faltaban habilidades sociales para percatarse de cuándo alguien le tomaba el pelo. Clara lo sabía, por eso jugaba a irritarlo primero un poco para luego calmarlo con una caricia en la nuca y un beso en la mejilla. 

-¿Es como la que hace tu madre en Santander?
-No llega a esa altura, pero llegará...
-Claro que lo hará, claro...

En aquellos días Madrid era demasiado grande para dos jóvenes como ellos, incluso cuando el mundo se volvía más y más pequeño, limitado al espacio de un hogar. 


(DÍA 4)
-¿Echas de menos las paellas de tu madre? ¿La echas de menos a ella?
Pablo ya no era tan joven como para atreverse a confesarlo, ni lo suficientemente adulto como para comprender que es algo lógico entre madres e hijos. De ahí que utilizara la defensa como contraataque...
-¿Y tú?
-Yo qué -inquirió ella. 
-Que si echas de menos Asturias...

Clara sonrió y dejó la mirada perdida en el horizonte, tal como hacía siempre que hablaba a los madrileños de las verdes praderas, del mar bravío castigando los cantiles y el olor a pescado de la lonja de Gijón. 

-A mí no me vengas con esas ensoñaciones que ya me las conozco... -le previno él. 
-Ya, ese cuento sólo me vale con los madrileños, ¿eh? -añadió ella entre risas, estampándole un cojín sobre la cara. 


(DÍA 5)
-¿Sabes qué echo de verdad en falta de Gijón y de Asturias? -cuestionó ella volviendo la mirada hacia él, manteniéndola un par de segundos, tanteando si era capaz de adivinarlo. 
Con una media sonrisa, Pablo negó con la cabeza. 
-La lluvia -matizó ella-. Echo mucho de menos la lluvia. 
Y las gotas comenzaron a golpear los cristales del balcón, la zona más luminosa de la casa, que presidía el salón y desde el que se contemplaba el pequeño parque de madroños que daba vida al barrio. 

-¿Te has dado cuenta? -cuestionó él.
-¿De qué?
-De que en mi piso no se mojan las ventanas. De que en este edificio sólo llueve en tus cristales. Como en Santander, que sólo se mojan los que dan al oeste. 
-¿En Santander sólo se mojan los cristales del oeste?
-Sólo.
-No me lo creo...
-Pues es cierto, por eso me gusta tu piso...
-¿Porque te recuerda a Santander?


(DÍA 6)
-¿Qué vas a hacer cuando esto acabe? -para esa cuestión de Clara sólo existía una respuesta posible, la única que mantendría la sonrisa de su boca. 
-¿Qué quieres que te diga? ¿Que me voy contigo ahí afuera, a ese mundo hostil, lleno de virus, a comer unas rabas? -ironizó él. 
-Aquí no hay rabas, ¡son calamares! -exclamó ella con una carcajada- ¿Qué pasa? ¿Que me lo dices pero no te apetece? ¿No tienes ganas de salir?

Pablo saltó del sofá a la cocina. Era fácil en aquel piso diminuto donde una pequeña encimera separaba la cocina del salón. 
-Tengo hambre -dijo.
Aprovechando el espacio libre en el sofá, ella tiró los cojines para estirarse completamente antes de preguntar. 
-¿No crees que se puede liar una buena cuando abran de golpe todos los bares otra vez?
Pablo ya masticaba algo de queso cuando respondió. 
-Pues sí, como una Nochevieja o algo así, ¿no?
-Pues cuando esto termine igual te voy a dar una sorpresa -avanzó ella.



(DÍA 7)
-¿Cuánto crees que durará esto? -dijo Clara. 
-40 días...
-¡Tanto! -exclamó ella dando un respingo sobre el sofá. 

Pablo se quitó las gafas exagerando el gesto con media sonrisa. Ella supo que aquello era signo inequívoco de que iba a interpretar al personaje pedante, ese que estaba escondido en lo hondo de su personalidad y que liberaba de cuando en cuando, así que sonrió también. 

-Es cosa mía... -anticipó él.
-Bien, bien... -respondió ella con los ojos a medio cerrar y los brazos cruzados. 
-Hay que pensar que los últimos contaminados, justo antes de tomar estas medidas de encerrarnos, fueron el pasado fin de semana... Y que esos pueden tardar hasta 15 días, pongamos 20, en ponerse malos. 
-Si...
-Y luego cuenta que estén otros 20 días para curarse...
-Si...
-Pues eso. Así que la sorpresa que me vas a dar tendrá que esperar...


(DÍA 9)
-Me he sentido como un fugitivo, te lo juro.
Al confesarlo, a Pablo se le escapó una sonrisa nerviosa. Era la suya la crónica de un hombre que había profanado la calle para tirar la basura. 
-A la gente que camina por ahí afuera parece que le da vergüenza. Se ocultan bajo las capuchas. Te miran con temor como si fueras a delatarlos -añadió. 
-Bueno, es que se supone que nadie tiene que estar en la calle -agregó ella. 
-Ya, pero a ver... Que estamos volviéndolos locos.
-Es que tú lo estás tomando todo muy a la ligera...
-¿Qué?


(DÍA 9, hoy sí es el día 9)
Los nervios de Pablo no estaban para bromas aquella noche. 
-¿Quieres bajarla tú la próxima vez? Porque también es tu basura, amiga mía...y la he bajado yo los diez días q llevamos encerrados.
-¿Diez? Llevamos nueve...
-Pues nueve, me da igual, que ya no sé ni el día en que vivo...
-No es por la basura, es porque desde el primer día estás diciendo que esto no es más que una gripe y que no es para tanto. No creo que hagan todo lo que están haciendo, que es histórico y parece que estamos en guerra, por una simple gripe -se encendió ella también. 
-Esto lleva entre nosotros mucho más tiempo del que creemos, igual hasta lo hemos pasado. Así que sí, creo que todo se les está yendo de las manos. 
-Qué poco solidario...
-No repitas las tontadas que oyes por ahí, que ya las oigo suficiente antes de que las repitas tu. 
-Te estás pasando...


(DÍA 10)
Cuando a Clara se le inflamaba la vena del cuello para después humedecérsele los ojos y enrojecérsele las mejillas, ya no había vuelta atrás. Pablo siempre apagaba esos fuegos con una disculpa -que ella ya estaba esperando- pero esa noche no tenía fuerzas para bajar la cabeza, y mirando hacia el parque de madroños zanjó la conversación...
-Por más que llores, como siempre, no vas a tener razón. 
Y al decir eso levantó el rostro con gesto digno. 
Clara permaneció impertérrita tres segundos, en silencio, respirando entrecortado mientras una lágrima le recorría el rostro hacia la nariz. 
-Lárgate a tu piso -zanjó ella.
Pablo se volvió para mirarla de frente. Comprobó que hablaba en serio, con lo que sin apartar la vista de sus ojos cogió la chaqueta, las llaves de su casa y se fue. No muy lejos, de hecho, porque frente al pasillo estaba su número, el tercero A, que al contrario que el de Clara, estaba orientado al este, donde nunca daba la lluvia.


(DÍA 11)
Cuando el reloj marcó las ocho de la tarde ninguno de los dos salió al balcón para secundar la cacerolada. Ambos la escucharon en la soledad de sus casas. Él tumbado boca arriba sobre la cama, con una mano sobre el corazón y el ceño fruncido. Ella sobre el sofá, tapada hasta la boca con una manta y frente al televisor, que silenció para comprobar que afuera la vida bullía a través de la ventana de cada casa como silba el vapor al escapar con ímpetu de una olla a presión.
Cuando todo el vecindario hubo regresado al interior de sus casas volvió el silencio, que se rompió cuando ella oyó un teléfono móvil. Era el de Pablo. Lo había dejado olvidado. Llamaba 'Carlos trabajo'. Debía ser importante. 


(DÍA 12)
A Clara apenas le había dado tiempo a picar en la puerta de Pablo cuando él abrió. 
-Había escuchado la llamada -advirtió él. En ese teléfono se escuchaba la marcha imperial de Star Wars; y justo cuando fue a cogerlo, dejó de sonar. 
-Era Carlos trabajo -avisó ella. 
-Pues no sé qué podrá ser... 
-Vale, vale, habla con él... venga -y se despidió con frialdad. Clara se alejó por el pasillo hasta entrar en su apartamento, reparó de nuevo en él un segundo antes de cerrar la puerta y al ver que Pablo la seguía con la mirada, evitó ese contacto y cerró su puerta. 


(DÍA 13)
El teléfono que sonó esta vez fue el de Clara, que estaba perdida en la fantasía de un sueño que no pudo recordar. Era un mensaje de wasup. 
-'Gracias por traerme el teléfono' -escribió Pablo. 
Aún confusa, tratando de recobrar conciencia de la realidad, frunció el ceño para leer bien el texto. Se frotó los ojos y abrió su pequeña boca con un profundo bostezo que dejó al aire su dentadura perfecta. Luego contestó.
-'No te preocupes'.
Los dos sabían que esa conversación no tenía importancia de no servir como pretexto para la reconciliación. Pablo continuó.
-'El otro día he sido un poco bruto. Estaba nervioso. Perdón...' 
A Clara le cambió el rostro. Del enojo pasó en cuestión de un segundo a la lástima. 
-'Bastante, pero bueno, no pasa nada. No te preocupes'.
Pasó un rato y en la pantalla volvió a aparecer el rótulo: 'Pablo está escribiendo...'
-¿Me abres si te llamo a la puerta?


(DÍA 14)
Plantado en la ventana, aporreando una sartén con un cazo de madera, a Pablo le conmovió la amalgama sonora desacompasada de la cacerolada interpretada en cada balcón, que mezclada con aplausos y silbidos rompió esta vez el silencio como no lo había hecho en tardes anteriores. Aquella orgía musical, casi violenta, de rabia, estaba canalizando la ansiedad acumulada por los días de confinamiento pasados y por los que estaban por venir. Junto a él, a Clara le brillaron los ojos por la emoción.
-¿Lloras? -preguntó él. 
-Es que el aire es frío y se me mete en los ojos...
-Te eché de menos el otro día, me quedé dentro y no aplaudí ni nada -confesó él. Y entonces ella ya no pudo reprimir la emoción. 


(DÍA 15)
-¿Sabes qué día es hoy? Llevamos 15 confinados, la mitad -celebró Pablo.
-Si no lo prorrogan, que lo van a prorrogar... -matizó Clara. 
-Vaya negatividad. 
-A ver, no hay más que ver China e Italia. 
-No sé. 
Ambos sentados en el sofá, embelesados en el televisor, buscaron sin éxito a alguien o algo que no hablara del coronavirus; pero fue imposible y resoplaron aburridos...
-¿Por qué te quedaste conmigo? -irrumpió él. 
Ella posó el mando del televisor sobre el sofá, extrañada, y se detuvo repetidas veces primero en el ojo izquierdo de Pablo; luego en el derecho, tratando de comprender la intención de esa pregunta en ese preciso momento. 
-¿A qué viene eso ahora? 
-En algún momento me lo contarás, ¿no? 


(DÍA 16)
Clara se irguió sobre el sofá, recogiendo las piernas bajo las nalgas y cruzando los brazos antes de abrir la veda.
-A ver... hablemos... -y ante lo que se intuía como un interrogatorio amable no pudo evitar la desconfianza. 
-Pues eso... ¿Por qué yo y no él?
-Nunca estuve con él -negó ella con la cabeza. 
Pablo respiró hondo y se frotó los ojos con la mano derecha. 
-No te toques la cara, que así se coge el virus -trató de ironizar ella, pero no funcionó; y Pablo insistió. 
-Hemos estado mes y medio cada uno por su lado. Me confesaste que estábamos mal y aquel día que te vi con él... ¿Quién era?
-Era Ramón, compañero del grupo. 
-¿Compañero del grupo? Si nunca lo he visto.
-Es el guitarra nuevo del grupo, estábamos dando un paseo y nunca hubo nada. 
-Coincide que aparece un tío nuevo en la banda, con el que te veo un día dando un paseo y pasados dos años de relación decides que necesitamos una pausa. Bueno, que necesitabas una pausa...


(DÍA 17)
El invierno había llegado de repente, reeditándose, reinventándose, abatiendo aún más el ánimo de las almas confinadas. Y las gotas de lluvia, enamoradas del cristal, lo acariciaban deslizándose durante toda la mañana, como en un acto de amor.
Ensimismada en eso, Clara afinó la mirada ante el recuerdo fugaz de una anécdota que le sirvió para pasar al contraataque a cuenta de la conversación del día anterior.
-¿Y esa chica rubia de ojos verdes y guapa que salió un día de tu piso?
Pablo ladeó la cabeza sin perder de vista la tortilla de patata que tenía al fuego. 
-¿Me preguntas eso porque yo ayer te pregunté por ese tío? 
-Para nada...
-Susana es compañera, periodista. 
-¿Te la has tirado?
-¡Es compañera! -negó él con gesto de incredulidad. 
Ambos se recostaron en lados opuestos del sofá, encerrados en sí mismos, resoplando y en aquel silencio la televisión volvió a cobrar protagonismo cuando las noticias mostraron imágenes de un mundo postapocalíptico.



(DÍA 18)
Pablo pensó que si lo hubieran atrapado en el tiempo, obligado a vivir una vez tras otra el mismo día, sería lo más parecido a aquello. Y para colmo las imágenes desoladoras en la televisión: Madrid, Roma, París, Nueva York. Ni un solo caminante, ni un solo coche. Algo irreal, pensaron, porque parecía que la edición del informativo hubiera buscado los planos para lograr un efecto tan impactante.
-¿No pasa ni un sólo coche? ¿Nadie pasea a su perro? -comentó ella.
-Yo tampoco me lo creo -apoyó él.
Y en la pantalla se vio una panorámica de la plaza San Pedro del Vaticano.
-Qué cosas ¿eh? -apuntó Pablo.
-¿Que?
-Que a nadie le ha dado por ir a rezar para que pase la pandemia, no vaya a ser que se contaminen. Y que todo el mundo está pendiente de que den con la vacuna...
-Pues a ver... ¿Normal? ¿Vivimos en el siglo XXI?
-Déjate, déjate... Que esto es algo casi inaudito. Es la primera vez que lo veo - dijo él con seriedad forzada. Y Clara rompió a reir.


(DÍA 19)
Alguien en los pisos inferiores freía sardinas, o algún pescado de esos malolientes. 'Peces de pobres', como decía su abuelo, y al recordarle, Pablo soltó una carcajada a solas en su piso. Cerró las ventanas del patio para impedir que entrara el hedor y regresó con Clara.
-Han vuelto a llamarte al móvil. No sé por qué nunca lo llevas encima...
-¿Porque me he ido cinco minutos y ya estoy de vuelta?
Pablo tomó el teléfono, se tiró todo lo que era de largo sobre el sofá y revisó la llamada.
-Ha sido mi madre. ¿Qué querrá? -dijo con pereza mientras contactaba con ella.
Clara limpiaba la cocina; era su labor cuando él cocinaba. Y mientras le daba la espalda en su afán de dejar la encimera como una patena, intuyó que su silencio al teléfono se prolongaba demasiado.
Lo miró y lo descubrió desconcertado, blanco, derrumbado.
-¿Qué pasa? -preguntó ella.
Pero él, impactado, sólo pudo posar el teléfono sobre la mesa, acompañándolo a cámara lenta con la mirada.
-¿Qué pasa Pablo que me estás asustando?
-Mi madre -replicó él.
-¿Qué?
-Que está ingresada con el virus.


(DÍA 20)
Pablo daba vueltas sobre sí mismo en la alfombra circular del salón y se mordía las uñas de la mano izquierda mientras con la derecha sujetaba el móvil sobre su oreja. Asentía una y otra vez sin pronunciar palabra. Clara lo miraba preocupada y encogida, en pie y con los brazos cruzados. Al fin colgó el móvil.
-¡Qué te dice! -interrumpió ella sin apenas darle tiempo a posar el aparato.
-Se empeña en llamarme. Dice que está bien, que no nos preocupemos, pero la oigo toser y toser. Y es una tos muy rara, nunca la había oído así... -y mientras decía esto se derrumbó y se llevó la mano a la cabeza.
Clara se acercó para abrazarlo.
-Tranquilo...
Pablo se secó las lágrimas y continuó.
-Me dice que lleva una semana mala y que se estaba encontrando mejor, y que por eso no nos había dicho nada, por no preocuparnos. Pero que estos últimos días empezó a subirle la fiebre y que notaba que se ahogaba.
-Bueno, si te llama quiere decir que está bien. Y si puede hablar es buen síntoma. Hay gente que no puede ni hablar. Piensa que ahora está ingresada y mejor que en el hospital no va a estar en ningún lado.


(DÍA 21)
Pablo volvió a colgar el teléfono. Nadie hablaba claro aquel tercer día en que su madre permanecía en ingreso hospitalario, esta vez sin móvil por prescripción médica.
-Se ha puesto mi padre. Dice que todo está bien. Que ella está aislada y que no hablará durante un tiempo porque tose y se pone peor -explicó él.
-Tendrá que hacer reposo total. ¿Tu padre qué tal sigue? ¿Y tu hermana?
-Bien, bien. Los dos están en Santander y yo aquí. Eso es... lo que...
Pablo cerró el puño con impotencia.
-Tranquilo, tranquilo -y en un gesto de apoyo, ella le acarició la cabeza, sabía que eso le tranquilizaba. Desde el día de la noticia los dos permanecían así durante unos minutos después de cada llamada. Observando el parque de madroños desde el ventanal, tratando de asimilar la realidad de un tiempo raro, hostil, que esta vez había traspasado el cristal de la televisión, dejando de ser una realidad ajena para golpearlos en el corazón mismo de su vida real.


(DÍA 22)
Quince días más de confinamiento. Era la noticia que todo el país ya había anticipado; pero pese a no ser una novedad, desde que ayer saliera a anunciarlo Pedro Sánchez, el desaliento avanzaba inexorable sobre el ánimo de Pablo. Permaneció todo el día callado, ausente, con un monosílabo por respuesta cada vez que Clara lo preguntaba por cualquier cosa. Sólo cobró vida los cinco minutos en que permaneció al teléfono para saber sobre su madre. Pese a todo Clara siguió abrazándolo durante todo el día; porque cuando lo rodeaba con sus brazos, él la apretaba contra su pecho hasta que ella era capaz de escuchar su corazón grande y fuerte en el interior.


(DÍA 23)
La noche anterior, cuando Pablo concilió el sueño después de casi dos días en vela, Clara telefoneó a sus padres. Escuchar sus voces le reconfortó. Saber que estaban a salvo de toda aquella locura le alivió. Y es que después de todo lo que había pasado, la sugestión le había jugado una mala pasada por la mañana. Llegó a sentir un ligero ataque de ansiedad, con el corazón galopando en su pecho y sudores fríos en la frente. Así que pasado todo aquello, tras colgar el teléfono, respiró hondo, apagó la radio y se abrazó al cojín, mirando cómo afuera, la luna parecía observarlos a todos ellos con melancolía.


(DÍA 24)
-¿Qué ves, tenis? -preguntó ella.
-Si.
-¿Pero esto no puede ser directo no?
-No, no, claro -sonrió Pablo-. Nadal ganando a Djokovic en 2014.
-Le ha dado a todo el mundo por ver partidos antiguos, qué gracia.
Eran las cuatro y media de la tarde, momento en que se desataba el tic nervioso de Pablo. Comenzaba cuando su pierna entraba en un interminable bucle de no parar quieta. No estaba nervioso por el partido, sino porque su padre llamaba todos los días a esa hora para hablarle de su madre.


(DÍA 25)
Tanto se escuchaba la algarabía en el portal que Pablo bajó a ver qué pasaba. Era el 061. Se llevaba a la señora Carmen, la vecina del cuarto D. Cuando quiso llegar abajo a ella la habían subido ya a la ambulancia. -¿Coronavirus? -preguntó uno de cuantos vecinos estaban allí arremolinados.
-Vayan a sus casas, por favor, no deberíamos estar todos aquí. No sabemos si lo será pero por si acaso -respondió el sanitario.
La señora Carmen tenía más de 70 años y un perro viejo. Era un beagle que sabía más por viejo que por perro, que ahora observaba todo aquel bullicio con prudencia e inquietud desde en una esquina del portal. Lógico, a su dueña se la llevaban unos desconocidos.
-¿Y el perro? -cuestionó un vecino.
-Pues habrá que llamar a una protectora hasta que vuelva la dueña -dijo uno.
-Con lo viejo que es igual ni vuelve -añadió otro.
El pobre bicho los miraba a todos con ojos lastimeros, como si realmente comprendiera lo que decían. Quizá lo hacía.
-No pueden llevarlo a una protectora -zanjó Pablo.
-¿Y qué vas a hacer, quedártelo tu? -gritó otro, nervioso.



(DÍA 26)
Togo, que así se llamaba ese beagle canoso y anciano, se adaptó bien a su primera noche en el nuevo hogar. Los años le habían dado esa docilidad propia de quien sabía que la vida terminaba por convertirse en un camino obligado hacia la resignación, incluso para un alma salvaje como la suya.
Hacía semanas que Pablo escuchaba toser a la señora Carmen en el quinto piso a la hora de la siesta; pero nunca pensó que fuera a estar infectada.
El perro dormía la mayor parte del tiempo y observaba con atención las rutinas del hogar. Agradecía cada caricia y los dos almuerzos diarios; y sólo mostraba nerviosismo al empatizar con Pablo cada tarde cuando este escuchaba al teléfono para saber sobre el estado de salud de su madre.
Aquel que pequeño personaje se había convertido, en sólo veinticuatro horas, en un miembro de la familia.


(DÍA 27)
Por una vez en su vida, Pablo llegó a valorar al perro como un objeto. Aquel bicho era, en toda regla, su salvoconducto para salir a la calle sin temores. Cada tarde, el anteúltimo paseo del día se lo daba a las ocho, justo cuando hablaba por teléfono con Santander. El aire fresco al final de la jornada aliviaba su ansiedad en esa hora en que debía estar preparado para cualquier noticia sobre su madre, fuera buena o mala. Togo lo miraba comprensivo, asumiendo las pausas en el camino, o los cambios de ritmo. En los primeros pasos el animal vaciaba la vejiga; probablemente estaba acostumbrado a paseos cortos con la señora Carmen. Después miraba extrañado, sin comprender muy bien por qué ahora gozaba de un permiso especial para caminar durante más tiempo. O incluso para vagar libre, sin correa, durante cinco minutos más por el parque de madroños. Cuando regresaba a casa el perro viejo tenía otros ojos. Más vivos y jóvenes.


(DÍA 28)
-¿Sabes que han dicho que igual las mascotas pueden contagiarse? -dijo de pronto Clara.
Pablo la miró fijamente, tratando de aclarar si realmente iba en serio.
-Lo digo porque bueno, como se sabe tan poco del tema... -añadió ella ante el gesto de Pablo.
-¿Quién te ha dicho eso?
-Ya estamos con la desconfianza. Me tomas por imbecil continuamente. Ya da rabia.
Pablo negó con la cabeza, resignado, y prosiguió...
-Se dicen muchas tonterías. ¿Tienes miedo a coger el virus? Pues no creo que te lo vaya a pegar este personajillo.
Togo, que permanecía en duermevela en el suelo -como hacía durante al menos 20 de las 24 horas al día-, abrió el ojo derecho sobresaltado por el volumen de la discusión. Los contempló con rostro apenado, de una manera en la que sólo saben gestualizar los beagles y Pablo reparó en ello.
-Míralo, parece que nos estuviera escuchando.
Y Clara no pudo evitar la carcajada.


(DÍA 29)
-Qué gracia la vecina -exclamó Clara.
-¿Qué? -cuestionó Pablo.
-Está agobiadísima. Que si teletrabajando, haciendo la compra, haciendo la casa...
-¿Y el marido?
-Es que al parecer está trabajando. Puede ir a trabajar porque es un negocio de exportación.
-Bueno, pero a las seis de la tarde está en casa que le he visto yo.
-Pues no sé, será vago...
Los dos se afanaban en colocar con esmero los ingredientes de la paella gigantesca que de cuando en cuando cocinaban para varios días.
-Nos va a quedar super grande -dijo ella.
-Ya.
Togo los miraba desde la retaguardia del salón, bien atento, porque el arroz comenzaba a desprender un olor que despertaba todos sus sentidos.
-¿Y los niños? Los oigo continuamente correteando y chillando -preguntó Pablo.
-No, ellos lo llevan muy bien. Dice que juegan todo el día salvo por la mañana que hacen un poco de tarea escolar y ya.
-Al final ellos lo están llevando mucho mejor que nosotros.



(DÍA 30)
El teléfono de Pablo volvió a sonar. De nuevo llamaba 'Carlos trabajo', que ya lo había hecho unos días antes.
-Perdona, perdona. Lo sé, lo sé, tenía que haberte llamado -contestó a su amigo al otro lado del aparato. Luego caminó hacia la ventana para hablar.
-He estado con mil líos. Mi madre está enferma, hospitalizada, y estoy con eso un poco... ya sabes.
Después permaneció en silencio un rato, asintiendo.
Clara tiró de la cisterna y salió del baño. Cuando quiso llegar al salón Pablo justo colgaba el móvil.
-¿Qué pasó? -preguntó ella.
-Era Carlos, compañero de la productora. Nos ha salido un curro para verano en Ibiza.
-¿En Ibiza?
-Un documental. No me ha dado detalles porque tampoco lo sabe él.
-¿Pero contáis con que vais a poder ir a trabajar como están las cosas?
-Debe ser para julio, no sé yo...


(DÍA 31)
Eran las ocho menos diez de la tarde, momento justo de prepararse para bajar a Togo. Clara quitó el volumen del televisor antes de hablar.
-Y todas estas familias que están viviendo esto encerradas en pisos pequeños. Con los niños correteando de acá para allá, sin poder salir...
-¿Qué? -inquirió él.
-Pues que un coñazo, ¿no?
-Bueno, no tiene por qué. Si son tuyos y los puedes educar. Igual hasta lo pasas bien jugando.
Clara se recostó sobre el sofá para mirar de frente a Pablo, antes de preguntarle.
-¿Te gustaría tener niños?
Pablo subió el labio inferior y arqueó las cejas.
-Yo estoy convencido de que sería un buen padre. Lo único el tiempo que pasase fuera de casa por el trabajo, pero por lo demás...
Y Clara se lo quedó mirando mientras en su cabeza fluían mil y un pensamientos sobre posibles futuribles, algunos disparatados, acerca de lo que podría llegar a ser su vida con él.


(DÍA 32)
-La otra vez perdiste -comenzó ella.
-¿En qué? -replicó él.
-Cuando dijiste que íbamos a salir a la calle hace una semana.
Pablo suspiró, se mostró displicente ante un ataque tan gratuito y decidió no contestar.
-¿Y ahora qué? ¿Te atreves a avanzar algo? -insistió ella.
-No -zanjó él.
-Este sábado lo dirán. Igual puedes salir a correr a partir del 26, aunque sea la vuelta a la manzana.
-Igual -y en lugar de seguirle el juego a Clara, Pablo miró a Togo- ¿Tú qué crees tío? ¿Nos van a dejar ir a correr?
El perro, que movía la cabeza de izquierda a derecha observando la discusión como quien mira un partido de tenis, suspiró y se sentó.
-No quiere problemas -sentenció Clara. Y ambos soltaron una sonora carcajada.



(DÍA 33)
Ese día Togo estaba inquieto. Al abrir la puerta de la calle, el perro corrió escaleras arriba, hasta la que había sido su casa. Allí se quedó, absorbiendo con fuerza el hilo de aire que se colaba por debajo de la puerta. Cuando el animal se dio cuenta de que su dueña no estaba allí, elevó la vista hacia Pablo y suspiró.
Aquella tarde no corrió en el parque de madroños, apenas olisqueó las esquinas, los árboles o el cubo de basura. Se apresuró, de hecho, a tirar de la correa de vuelta a casa. Algo que a la postre a Pablo le resultó estremecedor, porque cuando regresó y encontró a Clara llorando encajó todo lo ocurrido y comprendió que el animal, de un modo u otro, hacía horas que había intuido la noticia.
-¿Qué ha pasado, por qué lloras?
-La señora Carmen, me han dicho que se está muriendo.


(DÍA 34)
El caso de la señora Carmen había azuzado en Pablo una renovada angustia irracional por su madre enferma. Por eso llamó y llamó a su casa. Primero a su hermano, después a su padre; a sus tías e incluso a una vecina.
-Creo que no me cuentan toda la verdad. No sé si realmente está bien o mal -le confesó a Clara.
-¿Por qué piensas eso?
-Porque pasa como al principio. Creen que es mejor no contarme lo malo para que no me preocupe pero no se dan cuenta de que es peor. Siempre ha sido peor.
Pablo se frotó los ojos. La vena de la sien le palpitaba por la ansiedad y la congestión sostenida desde por la mañana le había levantado un fuerte dolor de cabeza.
-No tiene por qué estar peor. ¿No será que estás nervioso por lo de la señora Carmen?
-No sé, no sé.
Clara lo abrazó fuerte y eso le calmó. Fue la segunda vez que notó bien cerca su calor sincero. Una sensación que lo ayudaba a reconciliarse consigo mismo. No había sentido nunca algo parecido con nadie.


(DÍA 35)
La lluvia caía en Madrid y las gotas volvían a empapar los cristales del piso de Clara mientras en Santander lucía un sol limpio; aunque la realidad no era tan luminosa en la capital cántabra. El padre de Pablo llamó a primera hora de la mañana para contarle que su madre había empeorado. La pasada noche había sido mala, con dificultades respiratorias, y habían optado por asignarle un respirador.
Era la primera vez que Pablo recibía una llamada de Santander; la primera vez en que constató que algo iba realmente mal en casa.


(DÍA 36)
Todos los hombres tienen un punto de ruptura, como el agua al hervir, y el de Pablo llegó un domingo 19 de abril de 2020. Clara trató de calmarlo, viendo que el climax emocional lo dominaba hasta nublarle la razón.
-Voy a ir. Mañana cojo el coche y voy -zanjó él.
Clara se enjugó el sudor de la frente, estaba nerviosa.
-Vamos a ver, céntrate, por favor. Escúchame. ¿Cómo vas a hacer un viaje así? Te parará la Guardia Civil, te multará y encima te mandará de vuelta a casa. ¿No ves que no?
-La solución no es quedarme aquí mientras mi madre se muere en Santander. Mañana salgo a primera hora.
Togo, que jamás había conocido semejante discusión entre humanos, observaba desconcertado.
-Pablo... Pablo...
Todo esfuerzo de Clara por hacerlo entrar en razón fue en vano. Pablo se fue a su piso, agitado, y ella se quedó dando vueltas en su salón, pensativa, tratando de decidir cuál iba a ser su papel en aquel nuevo escenario.


(DÍA 37)
El control de la Guardia Civil estaba montado a un kilómetro escaso de la sierra de Madrid. Al divisarlo a lo lejos Pablo no dijo nada y mantuvo la presión sobre el acelerador. Fue Clara la que suspiró y se frotó los ojos. En el asiento de atrás, Togo viajaba dormido.
-Hasta aquí hemos llegado -advirtió ella.
-Vamos a explicarnos a ver -matizó él.
Cuando hubieron llegado a la altura de los agentes Pablo abrió la ventanilla y paró el coche.
-Buenos días. ¿Hacia dónde se dirigen? -preguntó el guardia.
-Buenos días. Tenemos un problema familiar, me obliga a viajar a Santander.
-Pero no puede salir de Madrid si no es por razón de trabajo caballero. Pase por la derecha.
A la derecha estaba la furgoneta de atestados donde se formulaban las sanciones. Al percatarse del detalle, Clara intervino.
-Por favor, mi novio está un poco nervioso. Soy asmática, me está dando un ataque y ha venido a buscarme a casa para llevarme al hospital.
Clara se metió tanto en el papel que realmente parecía ahogarse.
-Pero están alejándose del hospital más cercano. Van en dirección completamente contraria -aseveró el agente.
-Sí, sí -aprobó ella-.
-Vuelvan a Madrid y vayan al hospital. Den la vuelta aquí por favor -zanjó el guardia, que quiso creer el pretexto para agilizar la cola de vehículos que había formado el control.
Pablo no pronunció palabra. Darse de bruces contra aquella realidad pareció sacarlo de golpe de su enajenación, con que dio media vuelta sin objetar.



(DÍA 38)
Pablo asumió lo ocurrido el día anterior tras el incidente con la Guardia Civil, pero no lo aceptó. Postrado en el sofá, pasó el día pensativo, mudo. No comió. Clara no le forzó a hablar. Sólo le hizo compañía, y le abrazó. Como Togo, que por vez primera pidió subir al sofá con sus nuevos dueños. Así permanecieron los tres, como una pequeña familia, apiñados frente al televisor. Hasta que el teléfono sonó a las ocho, como cada día, cuando llegaba información de Santander. No hubo novedad. Algo bueno, dadas las circunstancias.



(DÍA 39)
En el segundo día de calma tras el intento de conducir hasta Santander llegaron nuevas noticias sobre la señora Carmen, que milagrosamente había mejorado levemente.
-Dichosa enfermedad esta, que de pronto empeoras como mejoras, sin razón clara -reflexionó ella.
Pablo tenía la sensibilidad a flor de piel. Se había entregado a la introspección. Recorrió toda su vida en un monólogo inagotable que Clara escuchó estoicamente. Él necesitaba contarlo, era la forma de sacarse la ansiedad. Evocó los primeros años de juegos infantiles, o los veranos con su hermano y sus primos en Somo, el pueblo costero frente a la bahía. Sus primeros amores y la universidad. La forma en que descubrió que el cine era su pasión y los complicados vericuetos por los que le había llevado aquel dichoso sueño durante los últimos años. Le confesó que eso le condujo a Madrid, pero que había sido ella la que le ayudó a quedarse.
-¿Lo hiciste por mi? -preguntó ella.
-No.
-Ahm, ya me parecía.
-Pero tuviste mucho que ver.
Clara no pudo disimular la sonrisa porque sabía que aquellas eran las formas en que Pablo demostraba su cariño.


(DÍA 40)
Clara reposaba la comida sentada en el sofá, con los ojos fijos en la foto de la pared. Se distinguían los acantilados escarpados de la costa norte santanderina en un día de temporal de mar. Era tan nítida y grande que casi podía escuchar el viento y las olas rompiendo sobre la roca. Se trataba de Cantabria, pero podría haber sido perfectamente Asturias, pensó. A Pablo no se le escapó ese ataque de nostalgia y le preguntó.
-Se echa de menos el mar, ¿eh?
-Sí, claro... -respondió ella mientras esbozaba media sonrisa.
-Me acaba de enviar un mensaje de voz mi padre. Dice que mamá está mejor. Que parece que lo del otro día ha sido un susto pero que no habrá problema.
Clara se volvió hacia él efusiva y lo abrazó.
-¿Ves? -enfatizó ella- Todo va a salir bien.
Pero Pablo no quiso volver la atención sobre eso porque sabía que en ese momento era ella la que necesitaba hablar.
-¿Estás bien? -preguntó.
Y antes de que ella pudiera explicarse llamaron al teléfono. Era el hermano de Pablo. Efectivamente su madre estaba mejor.


(DÍA 41)
La noche anterior pasaron las horas desempolvando recuerdos. Clara había tenido uno de esos días en que de pronto todas las emociones parecen juntarse en un cóctel explosivo que termina, precisamente, por explotar. Lloró un rato, se sacudió la ansiedad, y los dos regaron las penas con un par de cervezas belgas. Esas que le gustaban a Pablo, tostadas de alta graduación. Como había hecho él en días anteriores, Clara recuperó su infancia en Oviedo, el cariño de los abuelos y los veranos en Cangas de Onís. Los juegos con su hermana Isabel y el verano en que Pedro le enseñó a hacer surf con 16 primaveras. Los años de oboe en el conservatorio y la carrera en Deusto...
-Todo esto es curioso porque llega un momento en que en vez de echar en falta el día a día acabas añorando la infancia -se justificó ella.
Pablo levantó las cejas y asintió antes de preguntar.
-¿Pedro? ¿Surf?
Y ella soltó una carcajada que le devolvió el brillo a los ojos.


(DÍA 42)
De todos los amigos con los que Pablo mantenía relación, tan sólo unos pocos se habían salvado del erte.
-Carlos, Ramón, Felipe, Fernando... Tiene esto una pinta fatal... -avanzó.
-¿Cuál?
-Todos para casa a media jornada. Y dice alguno que la empresa va a concurso de acreedores como la cosa no mejore en dos semanas.
-Pero cómo va a mejorar si no arrancamos.
-Pues eso.
Pablo miró con ceño fruncido a Togo, que agachó las orejas pensando si aquel enojo tendría que ver con él. Luego se levantó hacia la ventana.
-¿Te preocupa a ti? -dijo ella.
-No tiene por qué afectarle a la productora. Además, si ya están planteando nuevos proyectos cuando todavía no podemos salir...
-¿Te han dicho algo más de cuándo os vais a Ibiza?
-Todavía no, pero comenta Carlos que en cuanto podamos salir.
-¡Eh! Antes tengo que darte la sorpresa que te prometí.
-Pues date prisa.



(DÍA 43) (13 para el final)
Tan embelesado quedó el bebé observando a los pájaros comer las migas de pan en el suelo que pareció que fuera la primera vez que lo veía. Quizá así era. Aquel pequeño fue uno de los primeros en recuperar el derecho a respirar aire puro después de semanas de confinamiento. Al canijo le emocionó tanto el simpático banquete animal que corrió hasta su padre para fundirse con él en un fuerte abrazo. Tal parecía que le agradeciera la recién estrenada libertad.
Contemplando la escena desde la ventana, a Pablo le conmovió tanto aquel momento como escuchar el eco de las risas traviesas de los pequeños rebotando entre las callejuelas del barrio. No supo lo que había echado de menos esa alegría joven hasta que reparó en lo vacío que se había sentido Madrid sin ella.
-Los niños toman las calles de nuevo -dijo Clara- Y nosotros, ¿cuándo lo haremos? -añadió dejándose caer con desánimo en el sofá.


(DÍA 44) (12 para el final)
-Igual esto sirve para que la gente sea un poco más solidaria. No sé, para que pensemos un poco más en los demás y no seamos tan egoístas. Igual eso se mantiene...
Clara habló con voz queda. Ni ella misma parecía creer sus palabras.
-Ya te digo lo que se va a mantener de esto. Como no baje el paro la gente no se va a morir por coronavirus pero sí de hambre.
Ella insistió la primera idea.
-Lo digo porque ahora, después de casi cuatro años, me saludan algunos vecinos. Eso igual queda.
-Pues igual. Qué ilusión -añadió él con ironía, y Clara recuperó el gesto con el que habitualmente enfatizaba su incapacidad para entenderse con Pablo.


(DÍA 45) (11 para el final)
En el ventanal que daba al parque de madroños había aquel día dos vientos encontrados; hacía frío y calor al mismo tiempo. Después de aquellas semanas de encierro Pablo imaginaba desde lo alto cómo saldría a correr el próximo sábado, cuando escuchó adentro a Clara sollozando.
-No pasa nada, tranquilo. Ya se me pasa -aclaró ella al percatarse de que lo había asustado.
-Nada grave, ¿no?
-Era Paula, compañera de carrera. Me ha contado la pobre mujer que se le ha muerto el padre y no ha podido ni ir al entierro.
-¿Cómo es eso?
-Estaba con sus dos hermanas y la madre, y cuando han ido a entrar al cementerio les han dicho que una se tenía que quedar fuera por esto de que no se puede entrar más de tres familiares. Horrible...
-¿Y no se puede hacer excepción?
-Nada. Se ha tenido que quedar ella fuera. No ha visto cómo enterraban a su padre. Yo eso no podría, tiene que marcarte de por vida no poder despedirte, qué pena.


(DÍA 46) (10 para el final)
La buena noticia llegó mucho antes de las ocho de la tarde. El padre de Pablo llamó a primera hora de la mañana para contarle que su madre estaba mejor, que se recuperaba y que había salido de la UCI.
A Pablo le subió un cálido rubor al rostro. Era una explosion de alegría contenida que no recordaba haber tenido jamás. Por un momento sintió que había sido estúpido al especular con un final triste para ese lance. Algo imposible en su familia, en su historia personal plagada de invulnerabilidades, de fortalezas, incluso de luchas heroicas que siempre terminaban bien. Por alguna razón pensó que merecía aquella victoria, que el mundo se la debía y que el destino no era lo suficientemente valiente como para jugársela.
Después se lo dijo a Clara, la abrazó tan fuerte como pudo y fundido con ella notó su corazón ralentizarse. Una vez se hubo calmado, reflexionó sobre la tensión que pudo haber desencadenado la cavilación de todos estos pensamientos, propios de un enajenado; pero no le importó porque en realidad era esa tremenda descarga de serotonina la que lo mantenía en aquellos momentos en una tórrida nube de felicidad.


(DÍA 47) (9 para el final)
Hasta a Fernando Simón pareció haberle cambiado el gesto en su comparecencia pública.
-Míralo, parece que tiene brillo en los ojos... -ironizó Pablo.
-¿Por dónde se lo ves? -cuestionó
Clara, sin percatarse de que era realmente una ironía.
Los datos invitaban al optimismo. Menos contagios y también menos muertos. En los albores del verano el virus parecía dar tregua.
Un nuevo aire de esperanza se respiraba también en la calle. Lo notó Pablo cuando bajó a Togo hasta la vuelta de la esquina.
-Tengo la sensación de que cuando todo esto comenzó, mucha gente pensaba que iba a ser el fin del mundo, que íbamos a ir muriendo todos poco a poco. Y ahora siento que es lo contrario, que todos han perdido el miedo y están deseando salir a la calle para verse y disfrutar del verano sin preocupaciones...
-Vamos a meter la pata y nos vamos a tener que volver a meter en casa, ya verás -zanjó Clara, que aquella tarde estaba sorprendentemente pesimista con el mundo.


(DÍA 48) (8 para el final)
La lluvia mecida por el viento repiqueteaba con fuerza en los cristales cuando Pablo salió de un sueño profundo e incómodo del que no pudo recordar nada.
En el salón, Togo miraba la calle a través del ventanal, embelesado, casi dormido, porque cuando el viejo beagle quiso darse cuenta de que Pablo estaba junto a él, el humano ya le acariciaba el suave pelo cano del cogote. Eran apenas las nueve de la mañana, por eso cuando alguien golpeó la puerta de la calle con suavidad le extrañó tanto. Así vestido, en calzoncillos, abrió para asomar tan sólo la cabeza.
-Vicente, buenos días, ¿qué ha pasado? -preguntó él simulando aún más sueño del que tenía.
-Buenos días chaval. Pues nada, que vengo a decirte que se ha muerto la señora Carmen.
Pablo entornó los ojos y ladeó la cabeza.
-¿Cómo? La última vez que nos dijeron algo sobre ella estaba mejor.
-Y lo estaba... lo estaba. Pero debió ponerse muy mala anoche y murió. Al parecer esta enfermedad es así. Se complica en cuestión de horas y te lleva.
Hubo una pausa en que los dos parecieron sentirse incómodos. Después Vicente continuó.
-Te lo digo más que nada porque como eres tú el que se ha hecho cargo del perro. Pues para que sepas a qué atenerte.
-Ya, ya.
-La familia vive lejos. Creo que aparecerán por aquí, pero claro. Ahora no se puede viajar así que...
-Ya...
Hubo otra pausa, incluso más incómoda...
-Pues eso, cuidaros. Vamos hablando. Hasta luego.
-Adiós, y gracias.
Pablo cerró la puerta con cuidado de no despertar a Clara y miró a Togo, que permanecía tieso mirando la calle a través del ventanal. El animal volvió la cabeza sobre Pablo dejando caer su larga oreja sobre el lomo, mirándolo fijamente, tal como si quisiera que le explicara la noticia que acababa de recibir.


(DÍA 49) (7 para el final)
Al salir a la calle, Togo volvió a correr escaleras arriba aquel domingo. A Pablo le fascinaba el comportamiento de aquel perro, que casualidad o no, actuaba como si realmente fuera consciente de cuanto estaba sucediendo aquellos días. El animal volvió a plantarse frente a la entrada de su antiguo hogar e insistió en aspirar con fuerza el aire bajo la puerta. Allí quedó, pensativo, unos cuantos segundos, hasta que cabizbajo y resignado volvió sobre sus pasos y regresó a casa.
-Togo, vamos... -insistió Pablo.
Pero el animal retornó al apartamento y fue derecho al salón, a su cama junto a la ventana. Clara lo miró confundida.
-Qué rápido habéis dado la vuelta, ¿no?
-Ha hecho como el otro día, ha subido y después de oler se ha puesto triste.
-Qué listos son. Igual hasta sabe que se ha muerto su dueña.
-Pues no lo sé pero tiene que mear porque si no, lo va a hacer aquí.
Y en un nuevo intento Pablo fue a cogerlo del collar, pero el beagle se dejó caer como un peso muerto sobre su cama.
-No quiere, no hay manera. Bueno, pues ya lo pedirá él.
Allí quedó Togo, de nuevo embelesado, contemplando el parque, reflexivo.
-¿Qué vas a hacer al final con él? -preguntó Clara.
-Pues a ver, ¿a tí qué te parece? -respondió él sin apartar la vista del beagle.
-¿Quedártelo?
Pablo sonrió antes de responder. Era aquella una risa de cariño hacia el animal.
-Dónde va a ir este viejo ya. Este tio es ya uno más de la familia.



(DÍA 50) (6 para el final)
El verano se precipitó aquel día a media tarde. Pablo lo notó en el frescor de las gotas de sudor cayéndole por la frente porque al calor sofocante se le unió el sofoco de la emoción por volver a ver a su madre a través de la pantalla.
-¿Cuánto tiempo más estarás ingresada en planta? -preguntó él.
-Lo que haga falta cariño, no sé. Estoy mucho mejor pero no para irme a casa, lógicamente. Qué me pueden tener aquí, ¿veinte días? No lo sé. Lo que haga falta.
-Bien, bien.
Togo subió al sofá junto a Pablo y apareció en cámara.
-Míralo qué guapo -advirtió la madre.
-Se sube aunque no lo dejamos, pero es que en su casa debía hacerlo y claro...
-Como para quitárselo ya de la cabeza, tan mayor.
-Claro.
Aquel fue para Pablo el día de la madre más extraño que jamás hubiera vivido; nada le importó tener que ahogar las ganas de un abrazo en el consuelo de una pantalla fría, o hablarle a más de cuatrocientos kilómetros de distancia. Lo único importante es que, después de semanas, al fin hablaba con ella y que seguiría haciéndolo durante muchos años.


(DÍA 51) (5 para el final)
El moscón era grande y tenía un tupido pelo negro; sonaba como un avión merodeando por toda la casa. Clara se ocultó en el baño porque aquel aspecto pelón y gordo le despertaba nauseas. Mientras, Pablo lo espantaba con un trapo hacia la ventana con Togo a las espaldas ladrando como un loco.
-¿Por qué no se va? -gritó ella desde el baño.
Pablo desistió en su intento de echarlo, pues tantas veces como trató de asustarlo hacia el exterior, el insecto pareció obcecarse con sortear el trapo para permanecer en el interior.
-Pues si no quieres irte, tendrás que morir -sentenció el cazador.
No hizo falta más que una nueva sacudida violenta con el paño para que el moscardón enfilara la salida y volara libre por la ciudad.
-De verdad, qué asqueroso era... -se consoló Clara tras su marcha.
-Curioso que todos estamos deseando salir y este estaba deseando quedarse.



(DÍA 52) (4 para el final)
La paella estaba en su punto. El aroma que se había apoderado de cada rincón de la casa no dejaba espacio a las dudas. Esta vez sí, le había quedado como a su madre. Más de cincuenta días de confinamiento lo habían obligado a una experimentación culinaria que terminaba finalmente en éxito.
-Bajo un segundo a la farmacia y vuelvo -advirtió Clara.
-A la farmacia, ¿ahora? ¿A qué? -preguntó Pablo, que tomó el trapo del hombro y lo posó con tiento sobre la paellera.
-Es un segundo, mientras reposa.
-Pues espera, que bajo con este y te acompañamos.
-No, no, si es un segundo. Hasta ahora -y antes de que Pablo pudiera insistir, ella cerró la puerta de la calle.
El perro bajó las orejas, pues comprendió perfectamente que se acababan de esfumar sus posibilidades de repetir aventura callejera.
-¿Tú entiendes algo? -le preguntó a Togo- ¿a qué viene tanto misterio? -añadió frente al animal, que inclinó la cabeza con deseo de comprender lo que el humano trataba de explicarle.



(DÍA 53) (3 para el final)
Pablo imprimió su billete de avión a Ibiza.
-¿Te vas el sábado entonces? ¿Por qué empaquetas tan pronto? -preguntó Clara, y el teléfono sonó.
Pablo estaba tan obcecado en terminar la maleta que puso el móvil en manos libres para continuar la tarea. Al otro lado del altavoz se escuchó la voz de Laura, una chica joven que acababa de entrar en la productora.
-Pues eso, que el mismo día once confirmado que nos dejan viajar. En principio quedamos aquí, en Baracaldo, un par de días antes, si te parece, y así acordamos un poco presupuesto y demás.
-Pensé que el tema pasta estaba ya hablado con ellos... -advirtió él.
-¿Recuerdas con quién hablas? -dijo ella con una sonora carcajada.
-Ya, ya me sé tu última historia -sonrió también Pablo mientras presionaba unos calcetines contra el fondo de la maleta.
Cuando hubieron terminado la conversación Pablo advirtió que Clara se había quedado pensativa.
-¿Qué te pasa?
-No, que me da algo de pena quedarme aquí sola sin que haya pasado todo esto.
-No te quedas sola... -sonrió Pablo mirando al pequeño espía cuadrúpedo que desde el suelo supervisaba el empaquetado de la ropa.


(DÍA 54) (2 para el final)
Tan concentrado estaba Pablo escuchando la comparecencia del Ministro de Sanidad en televisión que tardó en advertir la presencia inquietante de Clara en la cocina. Permanecía inmóvil, mirándolo.
Él no pronunció palabra pero la interrogación se dibujó en su rostro con las cejas arqueadas. Al fin ella habló.
-¿Recuerdas que el otro día bajé a la farmacia?
-Si.
-¿Recuerdas que te había prometido que al final de todo esto igual te daba una sorpresa?
-Sí -y después de tragar saliva ahora la estatua era Pablo.
Ella se acercó al sofá y del bolsillo extrajo un test de embarazo que mostraba un claro positivo.
Él reparó primero en el aparato y luego en ella. Se había quedado mudo, contemplándola de una manera diferente a como solía hacerlo, observando sus preciosos ojos, que poco a poco se desbordaban de lágrimas que comenzaban a correrle por las mejillas.
-¿Qué quieres hacer? -preguntó ella.
-¿Cómo que qué quiero hacer? ¿Pero cómo ha sido?
Ella no pudo reprimir la carcajada. Y entonces él reformuló la pregunta...
-Quiero decir, cómo ha podido ser...
-¿Recuerdas el día que empezó todo esto? -explicó ella.
-Si.
-¿Que se nos fue la cabeza de la emoción por la reconciliación?
Pablo abrió los ojos como platos tal como quien tiene una revelación.
-¿Qué quieres hacer? -insistió ella.
-Qué voy a querer... -respondió con un suspiro tan hondo y lento que le deshinchó los pulmones, mostrando un gesto de ternura inédito. Y mientras le apartaba una lágrima que le había alcanzado el labio sentenció...
-Qué voy a querer... Tenerlo, pues claro.


(DÍA 55) (1 para el final)
A un lado de la videollamada, desde Santander, todos aplaudieron la noticia de que pronto serían uno más en la familia; mientras que en el lado de Madrid, las lágrimas de felicidad lo empañaron todo. Dichosa la vida, pensó Pablo, que en cuestión de semanas es capaz de voltearte sin aviso. Y allí, en medio de aquel tierno momento, tal vez uno de los más hermosos de su vida, se vio reflejado en la pantalla, abrazando a Clara, la madre de su futuro hijo, al tiempo que observaba a su madre recuperada. Dichosa la vida, volvió a reflexionar, y aquel pensamiento fue tan intenso que llegó a musitarlo sin quererlo. Hacía escasamente dos meses no tenía pareja, por nada del mundo llegó a imaginar que llegaría a ser padre y qué diablos, no tenía ni perro. Todo eso había cambiado, y en lo más profundo de su corazón algo le decía que le hacía profundamente feliz.


(DÍA 56) (El final)
El taxi llegó puntual y bajo la lluvia Clara y Pablo sacaron las maletas con todo lo necesario para el viaje a Bilbao. Corrieron para cargarlas del portal al maletero del vehículo.
-Llama en cuanto llegues -advirtió ella fundiéndose con él en un abrazo.
-Cuando aterrice te llamo -sonrió él- ¿Sabes qué?
-Dime.
-Que ayer pensaba en cómo nos ha cambiado la vida de repente. En todas las cosas que nos han pasado en solo dos meses.
Ella sonrió mientras su pelo comenzaba a empaparse bajo las gotas de agua.
-Lo he pensado también, es alucinante -advirtió ella.
-Es como si viviésemos el guión de una película. Como si alguien hubiese escrito nuestras vidas.
Ella sonrió de nuevo y le cerró la capucha para que no se calara. Luego se acercó a su oído y le susurró...
-Pues lo ha escrito muy bien.
Mientras tanto arriba, en el piso, Togo aguardaba sentado frente al balcón, escuchando el rítmico golpeteo de las gotas en el ventanal. Lo había tomado por costumbre. Al animal parecía relajarle el sonido de la lluvia en los cristales.

(Sigue el día a día en Twitter @rojojosecarlos)

Comentarios

Anónimo ha dicho que…
Buenas tardes José Carlos, mi nombre es Mar Diego y soy estudiante de periodismo de la UCM.
Le escribo por aquí porque es la única vía que he encontrado para hacerle llegar este mensaje. Estoy realizando mi TFG acerca de el tratamiento informativo de los medios. Al documentarme he encontrado un artículo muy relevante para mi trabajo: La familia de Roberto Lavid contrata un equipo privado para buscarlo.

Me gustaría poder enviarle un breve cuestionario acerca de unas preguntas relacionadas con dicho artículo. Si pudiese ponerse en contacto conmigo a través del correo se lo agardecería mdiego03@ucm.es

Entiendo que por estas semanas esté desbordado debido a la situación en la que nos encontramos, por lo que entendería que no pudiese atenderme. Un saludo y gracias

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