EL ENEMIGO OLVIDADO (Un juego con los lectores. Lee el final)



'Sinestesia'. Samuel recordó la palabra que había aprendido ese día en clase de quinto. La abuela estaba en casa y eso significaba tarta de manzana. Visualizar el episodio, que se producía solo una vez al mes, le activaba la salivación y una emoción que le recorría la espalda con un escalofrío. A Samuel le gustaban los dulces. Demasiado. El médico había advertido a su madre que debía restrigir su dieta si no quería convertirlo en un adulto obeso; pero a él le importaba un comino. En bicicleta corría más que su colega Tomy. Siempre le dejaba atrás.

-¡Vamos! Siempre tengo que esperarte... -gritó con la cara congestionada por el esfuerzo sobre los pedales. Conoció a Tomy seis años antes. En un cumpleaños de su hermano, Jaime, que era tres mayor que él. El pequeño Tomy se encontraba en esa frontera crítica en que no eres lo suficientemente alto como para ir con los mayores, ni lo suficientemente bajo como para ser uno de los pequeños, así que se juntó con Samuel, que vivía en el mismo limbo. El azar los juntó al curso siguiente en la misma clase y todo lo demás es una suerte de aventuras que cuajaron en una amistad de esas que parecen hechas para siempre.

Tomy parecía absorto frente a la verja del número 19 de la calle Ramón Trech. Parecía haber visto un fantasma. A menudo los chavales del pueblo jugaban a policías y ladrones. Estaba permitido cualquier escondite. Y cuando decían cualquiera, realmente era cierto. El río, el cementerio, la casa de golosinas, la iglesia y hasta la cuadra del abuelo Carlos. Solo ese lugar en el 19 de la calle Ramón Trech estaba prohibido. Aunque más que una prohibición, era una precaución. Nadie, tampoco los mayores, se atrevían siquiera a pisar el jardín de la llamada 'Mansión olvidada'. A Samuel siempre le contaron la misma historia. La de la vieja bruja que enloqueció un día de tormenta y se lió a mamporros con los niños que vivían en la casa, porque era un orfanato. Al parecer mató a unos cuantos. En fin, una historia de esas, de monja endemoniada, de tormenta, de niños indefensos... Todo el cóctel para mantener a los críos apartados de aquella finca. O al menos eso es lo que pensaba él.

-¿Qué te pasa, por qué no contestas, tío? ¿Qué has visto?
Tomy frunció el ceño sin apartar la mirada de la puerta de la casa, a través de la verja...
-¿Ves las flores rojas que hay en el ventanal sobre la puerta?- advirtió Tomy. Samuel buscó las flores, pero no las encontró.
-Tío, vamos... Quiero merendar...

Tomy agarró el sillín de la bicicleta de su compañero para impedir que emprendiera la pedalada.
-¡Joder! Suelta... Me voy a casa.
-Mira bien esas flores. Ayer hemos pasado por aquí y me he fijado. Eran blancas.
-Y qué pasa...
-Pues que están rojas. Y mira bien...
Samuel repitió el escrutinio con resignación... -¡Joder! Gotean ese líquido rojo, tío...
-Es que es sangre.
-¡Joder!- Y empezó a reír, más que por la gracia del asunto porque el escalofrío que ahora le recorría la espalda no era por la tarta sino por el susto.

Tomy lanzó una mirada de desaprobación a su compañero y volvió sobre las flores.
-Todo te hace gracia, qué simple eres...
-A ver. Cómo va a ser sangre.
-Pues entramos y lo vemos.
-¿Ahora? Ni de coña...
-Yo entro.
-Qué dices, pero si nunca entramos.
-Por eso. Ya empezamos a tener unos años como para andar todo el día cagados.

El uno lanzó el órdago y esperó respuesta, porque la incursión en solitario parecía peligrosa. Y mientras, el otro permaneció en silencio, dejando que el transcurrir de los segundos apagara el fuego de aventura que embargaba al compañero. El miedo y la tarta ejercían fuerzas complementarias en una única dirección y no era precisamente hacia la puerta. Y así permanecieron plantados frente a la verja durante al menos dos minutos, el uno junto al otro, sin pronunciar palabra, mirando las flores ensangrentadas.

-Hacemos una cosa -advirtió Samuel. Tomy se limitó a escuchar.
-Nos vamos a casa, te invito a tarta... Le contamos esto a Jaime y a Clara, y volvemos el domingo. El domingo entramos.

Tomy sonrió. Fue uno de esos gestos que hacía cuando se salía con la suya, sacando un poco la lengua hacia la derecha. Era común verle hacer eso. De los cuatro, él era el más atrevido. Podría decirse que era el que más mandaba, el líder. Soltó el sillín y liberó a Samuel. Puso el pie sobre el pedal y continuó el camino. A lo lejos, de espaldas, gritó...

-El domingo...-. 'El domingo', pensó Samuel. Tenía el presentimiento de que se iban a meter en un lío.



EL JUEGO: 
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la historia, lo haré en modo de capítulos, próximamente. 

GRACIAS












Comentarios

Ana ha dicho que…
Solicito continuación! Habrá que ver qué hay ahí dentro... Pero que vayan bien preparados! Jeje

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